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El siguiente texto es un fragmento de la novela Teresa la limeña, páginas de la vida de una peruana, de Soledad Acosta de Samper, publicada en 1869. Vemos como los galanteos de Roberto con Teresa, en un salón de Lima, se acompañan por intercambios musicales.  Hemos utilizado la edición de Montserrat Ordoñez (Bogotá: ediciones Uniandes, 2004).

Teresa

la limeña

Volvieron a encontrarse las miradas de Roberto y Teresa y esta última se sonrojó, mas por fortuna el que ocupaba el piano se levantó y, acercándose Teresa, sin vacilar tocó la introducción de la Serenata. Roberto se situó detrás de su asiento y empezó a cantar. Su voz era clara, natural, tierna y se conocía que ponía en ella toda su alma. Teresa no pudo tocar con el garbo acostumbrado el acompañamiento irónico, y muchas veces se detenía, olvidándose de la gente que la rodeaba, para impregnarse, por decirlo así, de los acentos apasionados del cantor.

Aplausos generales acogieron el fin del aria.

— ¿Conoce usted la famosa aria del Orfeo de Gluck?

— ¿Cuál? ¿Ché faró senza Euridice?

Hace mucho tiempo que no la canto; pero usted tuviera la bondad de tocarla, tal vez el eco de su piano refrescaría mi memoria.

Teresa volvió a sonrojarse al comprender el recuerdo que encerraban las palabras de Roberto, e inclinándose sobre el teclado tocó brillantemente el tema de esa aria, una de las obras más bellas del ingenio humano, bastante para inmortalizar por sí sola a un artista. Ella estaba aquella noche verdaderamente inspirada; después del tema principal ejecutó unas variaciones sobre el mismo asunto con suma maestría y sentimiento, y levantándose en medio de los aplausos pasó a otro salón. Roberto no cantó, pero al llevarla a su asiento le dijo con voz conmovida:

— Nunca había comprendido tan bien esa música, ni lo que se siente al ver perdido para siempre lo que se ha podido amar…

Estas palabras eran demasiado significativas, por lo cual Teresa demostró en cierto modo que le habían desagradado; pero ni aun estaba contenta consigo misma, y deseaba salir pronto de una situación que le embarazaba; así suplicó a su padre que la condujese a su casa, prometiendo a Rosita que después le enviaría el coche.

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Notables de la capital, provincia de Socorro, por Carmelo Fernández. Lámina de 1850 de la colección de acuarelas de la Comisión Corográfica. (Colección de la Biblioteca Nacional de Colombia)

Durante el siguiente mes se encontró en varias partes con Roberto, pero apenas se saludaron de lejos. Abandonó casi el piano, cuyas armonías le traían recuerdos que deseaba olvidar, y más que nunca huía de la soledad.

Una noche llegó a casa de una amiga, y al entrar al primer salón oyó que tocaban y cantaban en el interior, reconociendo la voz de Roberto que ejecutaba el Adiós de la Lucía. El primer salón estaba vacío, y allí se sentó en silencio a escuchar; quiso, siquiera una vez, dejarse llevar por su sentimiento, y los ojos se le llenaron de lágrimas… pero el canto acabó; le fue preciso presentarse y entró al salón interior.

Roberto se acercó a saludarla y tomando asiento a su lado, sin decirle nada, la miró algunos momentos. Ella no sabía qué hacer, y no encontraba nada qué decir para interrumpir un silencio que le era tan penoso.

Había varias muchachas y propusieron bailar; una de ellas, acercándose al piano, dijo:

—Voy a tocarles un vals enteramente nuevo que me acaban de enviar de París.

Y ejecutó un vals de la Traviata.

—¿Me haría usted el honor de bailar este vals? —preguntó Roberto a Teresa; e insistió de tal modo, que ella no pudo excusarse.

— Está usted muy triste esta noche —le dijo apenas se detuvieron un momento.

— No por cierto —contestó ella bajando los ojos.

—Perdóneme usted, pero he aprendido a leer algún tanto en las fisonomías… particularmente en la suya.

A cualquier otro le hubiera contestado con una chanza y lo hubiera obligado a cambiar de conversación naturalmente; pero ahora sentía su espíritu como embotado, y aunque deseaba que Roberto no volviese a hablar así, no acertaba a replicarle.

Siguieron bailando, y cuando Roberto la llevó a su asiento notó en ella un aire tan frío que no volvió a acercársele durante la noche. La pobre niña, luchando consigo misma, hizo cuanto le fue posible para manifestar cuánto le desagradaban aquellas preferencias, bien que en su interior sentía que la presencia de Roberto le era demasiado agradable; por lo que al día siguiente puso en obra un proyecto que la alejara del inminente peligro en que se veía. 

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Notables de la capital, Tunja, por Carmelo Fernández. Lámina de 1850 de la colección de acuarelas de la Comisión Corográfica. (Colección de la Biblioteca Nacional de Colombia)
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