El salón fue el lugar de encuentros sociales de las clases adineradas en las ciudades colombianas del siglo XIX. En Bogotá, poco había que hacer al anochecer: ir a misa, dar un paseo por las principales calles antes de la puesta del sol, o pagar visitas. Muy de vez en cuando, una temporada de teatro o de ópera rompían la monotonía de la ciudad. ¡Un baile o una fiesta eran acontecimientos de los que se hablaba durante varios días!
La música
en los
salones
Una vez cerrada la puerta de las casas, la vida de los bogotanos transcurría en la intimidad del hogar. Pero entonces estos espacios domésticos empezaron a abrirse poco a poco a pequeños grupos de amigos. El salón o la tertulia se convirtieron en espacios domésticos de socialización muy importantes: se hablaba en torno a un chocolate santafereño o una taza de té, se comentaban las noticias y novedades,
tal vez se coqueteaba, se decidían matrimonios y se murmuraban intrigas sociales mientras se bailaba un vals. Un fragmento de Teresa, la limeña, novelada de Soledad Acosta de Samper, nos transporta a estos salones elegantes para entender lo que se pretendía decir, a veces, gracias a la música.
La música jugó un papel importante en estos salones. Siguiendo el modelo de feminidad promovido en la Inglaterra victoriana y la Francia del Segundo imperio, las señoritas de la élite podían mostrar su talento musical y el esmero de su buena educación. Tocar el piano, la guitarra o cantar reflejaba una posición social distinguida.
“Sentada [Teresa Tanco] al piano, moviendo el arco de su violín, haciendo gemir un oboe o las cuerdas del arpa o el tiple, cantando “bambucos” con su voz delicada y justa, componiendo trozos como el Alba, que es una perla, siempre está en la región superior del arte.” (Miguel Cané, En viaje (1881-1882), capítulo XIV)
Los hombres también tocaban el piano para acompañar a las señoritas o para lucirse como aficionados. Los maestros de música y algunos pretendientes componían piezas dedicadas a sus alumnas y enamoradas. De vez en cuando, los profesores de música hacían parte de la tertulia, o tal vez un notable extranjero de paso por la ciudad. Entonces también se tocaba la flauta, el violín o el violonchelo, instrumentos entonces reservados para el uso masculino.
No era extraño entonces escuchar, por las calles de Bogotá, un piano acompañando arias de óperas italianas, o tocando algún vals o alguna polca. Y es que en la tertulia también se bailaban danzas sociales, con sus códigos, sus coreografías, que sólo los privilegiados conocían. Al final del siglo, fueron apareciendo los bambucos y los pasillos, algo que muestra cómo la sociedad acomodada incorporó lentamente expresiones musicales relacionadas con lo popular.
La música en los salones fue, en el siglo XIX, una práctica “cosmopolita”, asociada al lujo, al disfrute, al buen gusto y a la elegancia. Tener un salón o dar un baile era poder sentirse en París o en Londres por un par de horas. ¿Pero fue siempre así? Esta imagen nostálgica, presentada como una consecuencia de la arrolladora “civilización” en América, debe ser confrontada con algunos artículos de costumbres o textos costumbristas que se burlan de estos salones. ¡Y qué burlas! Dos de los textos escogidos, “El duende en un baile” y “Quejas al Mono de la Pila”, escritos por músicos reconocidos en Bogotá, tienen una mirada políticamente incorrecta. La rigidez de las costumbres, la torpeza de algunos, los intereses de otros, lo inconveniente de ciertos ritmos, la escasa técnica de los músicos y el deplorable buen gusto, son algunas observaciones que matizan un mundo de elegantes y fashionables. ¿A quién creerle? Elegante o grotesco —con todos los matices que pudo existir entre esos extremos— el salón fue uno de los pocos espacios nocturnos de diversión y socialización que marcaron el ritmo diario (o nocturno) de los y las bogotanas de finales de siglo..