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El español José María Gutiérrez de Alba, autor del libreto de la zarzuela El castillo misterioso de Ponce de León, dejó esta acuarela y este relato, sobre el transporte de un piano a Bogotá en la década de 1870

Imagen: Indios cargueros  conduciendo un piano de Honda a Bogotá. José María Gutiérrez de Alba, Impresiones de un viaje a América,  1874. (Colección Banco de la República)

El viaje

del piano

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Como el tráfico comercial entre el puerto de Caracolí y la capital de la República es el más importante, empleándose en el transporte de mercancías como 5.ooo mulas y más de 2.000 peones cargueros de ambos sexos, indígenas en su mayor parte, a cada paso encontrábamos numerosas recuas cargadas con bultos menos delicados, mientras que los más frágiles eran conducidos en hombro de los indios, entre los cuales hay algunos que cargan con bultos enormes de un peso abrumador, que en poco tiempo los inutiliza.

De estos copiamos un grupo de indios que conducían un piano, y que encontramos en medio de un lodazal atollados hasta las rodillas (ver la imagen). Aquellos pobres soberanos (porque aquí, como en todos los países democráticos, de nombre, el pueblo disfruta así de la plenitud de su soberanía), trepaban con toda la majestad posible por aquellas ásperas cuestas, haciendo uso de sus derechos individuales, y teniendo por remuneración algunos plátanos y un poco de chica y de mazamorra; porque desposeídos de las propriedades que durante la colonia disfrutaban, no tiene ya otros recursos que sufrir como arrendatarios una esclavitud disfrazadas con el oropel de las libertades, que sólo para ellos no existen; emplearse en estos rudos trabajos, o morir de hambre en un rincón sobre el suelo feraz que para ellos reivindicaron sus libertadores.

Otro viajero, el argentino Miguél Cané, recuerda durante su viaje entre Guaduas y Bogotá:

Otra particularidad del Valle de Guaduas son las cañas que le han dado el nombre. Algunas alcanzan a muchos metros de altura, con un diámetro de 20 a 25 centímetros. Los indios las emplean, por su resistencia y poco peso, para hacer las parihuelas en que transportan a hombro todo aquello que no puede ser conducido por una mula, como pianos, espejos, maquinarias, muebles, etc..

Vamos encontrando a cada paso caravanas de indios portadores, conduciendo el eterno piano. Rara es la casa de Bogotá que no lo tiene, aun las más humildes. Las familias hacen sacrificios de todo género para comprar el instrumento, que les cuesta tres veces más que en toda otra parte del mundo. ¡Figuraos el recargo de flete que pesa sobre un piano; transporte de la fábrica de Saint-Nazaire, de allí a Barranquilla, veinte o treinta días, de allí a Honda, quince o veinte, si el Magdalena lo permite; luego, ocho o diez hombres para llevarlo a hombros durante dos o tres semanas! Encorvados, sudorosos, apoyándose en los grandes bastones que les sirven para sostener el piano en sus momentos de descanso, esos pobres indios trepan declives de una inclinación casi imposible para la mula. En esos casos, el peso cae sobre los cuatro de atrás, que es necesario relevar cada cinco minutos. A veces las fuerzas se agotan, el piano se viene al suelo y queda en medio del camino.  (Miguel Cané, En viaje (1881-1882))

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Imagen: Indio carguero entre Honda y Bogotá, por José María Gutiérrez de Alba, 1874. (Colección Banco de la República)

Así las cosas, estas son algunas obras escritas por compositores colombianos para el piano. Primero este vals-pasillo llamado Mi despedida, escrito en 1866 por Daniel Figueroa.

Ponce de León escribió esta tanda de Valses, Hermosa Sabana, sin duda en la década de 1870. Una música que es homenaje a la Sabana de Bogotá que seguramente se bailó en las tertulias o chocolates santafereños. 

Y es que Caicedo y Rojas, escritor costumbrista, nos recuerda en su Estado actual de la música en Bogotá, publicado en 1886:

No peligra la verdad al asegurar que rara es la casa en Bogotá en la que no haya un piano. Un afinador y componedor de estos instrumentos, el señor Juan de la Hortúa, que conocía todos los que había en esta ciudad allá por los años 50, tuvo la curiosidad de hacer un censo exacto de ellos, el que dio por resultado la enorme cifra de casi dos mil.

¿Pero tal abundancia de pianos en qué ha venido a parar? Hay una docena de señoritas que aman de veras la buena música, la conocen, la interpretan, están familiarizadas con la estética del arte, juzgan, aplican un recto criterio, y se embelesan tocando con alguna amiga una sinfonía a cuatro manos, o se encierran para deleitarse a solas con las sonatas de Mozart o Beethoven. Aun Wagner mismo está ya metiendo la punta del rabo entre las teclas y tentando a las muchachas, amigas de lo desconocido y lo maravilloso.

Hay otra gran falange que se queda en la región inferior de las reveries, los nocturnos, y aun de los temas con variaciones, proscritos ya por entero de los dominios del buen gusto, como lo están de la poesía los acrósticos, las glosas y los ovillejos.

Luego vienen las muchedumbres de polkistas, valsistas, pasillistas y bambuquistas, turbas angelicales, llenas de ilusiones, que nunca salen de la clase de cachifa, ni quieren aprender más que los nominativos. Estas criaturas empiezan con mucha formalidad. Sus padres les ponen un maestro que gana uno o dos fuertes por cada lección. Comienzan a aprender teoría y a tocar escalas y ejercicios; pero a los dos o tres meses, cansadas de mover los dedos inútilmente, dicen al maestro en tono suplicatorio:  – “póngame una piececita que suene sabroso, aunque sea un valsecito”.

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