The following text is an excerpt of the “El duende en un baile” a construmbrista portrayal of 19th-century society by José Caicedo Rojas, originally published in El Duende: a newspaper of good humor dedicated to cachacos [bogotanos] of both sexes (Bogotá, August 23, 30 and September 13 of 1846). The narrator has been invited to a dance in a middle-class house in Bogotá in the mid-19th century. The narrator embodies the figure of the goblin, who has the ability to appear where no one has called him. The goblin describes what he sees and criticizes these socialites with the hopes that he can change societal customs. In this case, the narrator reluctantly attends the dance he has been invited to. In this fragment, criticism and mockery become tools to describe the customs of mid-19th century Bogotá.
El duende
en un baile
Cuando yo asomé las narices por la puerta de la sala no vi en ella sino mujeres que, por lo inmóviles y silenciosas, me recordaron la colección de estatuas de los Barreras; todas estaban sentadas en fila como un batallón, todas calladas, todas mirando oblicuamente a sus compañeras de barlovento y sotavento, todas con las manos sobre las rodillas o con los brazos cruzados; a ninguna se le ocurría hablar a su compañera una palabra, decir que vivía muy lejos, que la noche estaba muy hermosa, que en Bogotá hay pocos bailes; nada, estaban como peleadas; cualquiera hubiera dicho que era un certamen del Colegio de La Merced y que las alumnas aguardaban a los examinadores. Pero a la vista, aquel grupo era muy alegre, demasiado alegre; una tenía traje rosado con adornos verdes, otra traje azul con adornos blancos, otra amarillo, otra verde, otra negro, otra blanco, otra pintado, otra listado, cual vestía seda, cual muselina, cual zaraza; ésta llevaba manga corta con guante también corto; aquella, manga larga; la de más acá, cotilla; la de más allá, corpiño de cuello; una peinaba sencillamente; otra llevaba un jardín en la cabeza y se había metido las flores y los ramos hasta detrás de las orejas. A ninguna le había ocurrido que la sencillez y buen gusto constituyen la elegancia; que un traje blanco ligero, sobre ser poco costoso, da a la mujer un aire angelical, un aspecto aéreo y fugaz; que un ligero adorno en la cabeza, puesto con gracia, vale más que todos los ricos aderezos y brillantes pedrerías; que una mórbida garganta desnuda es más encantadora que todas las cruces, esmeraldas y cuentas de oro, que sólo usan las placeras y las indias entre nosotros, y las negras en todas partes.
En este punto iba yo de mis observaciones cuando un fuerte redoble de tambor me sacó de mi distracción, y por el pronto me trasladó a un campo de batalla. Como yo estaba preocupado con la idea de que aquella hilera femenil era un cuerpo de línea que estaba guardando la voz de mando de su comandante, la ilusión vino a ser completa, y decididamente creí que estaba presenciando una revista de tropas.
Todo en mi país se hace al revés, decía yo después del baile: los trastos que debían estar en la despensa y comedor están en la sala de recibo; lo mismo los que debieran estar en la iglesia u oratorio. ¡Un santo cristo en baile es la anomalía más atroz! Los trajes de entrecasa, o el desabillé, (1) escogen para una reunión nocturna; las capas que deberían usar las señoras en la calle para precaverse del frío, se usan como adorno en una sala de baile y en el teatro; las niñas se quitan los guantes para bailar y se los ponen para comer; finalmente, la música que debiera estar en una plaza de armas a la cabeza de un ejército, tocando piezas marciales, está en una tertulia, en un corredor estrecho, en una casa pequeña, atronando a los danzantes y al barrio entero. Es verdad que esta música estruendosa favorece a los amantes y es para ellos más suave que el arrullo de la mansa brisa en la floresta, porque al amparo de su ruido tremendo pueden hablar libremente sin ser oídos, como pudieran hacerlo al pie de la cascada del Tequendama; pero para el que no está enamorado, para el que llegó ya a los cuarenta, para el enfermo de la vecindad, para el que vela en la casa contigua, sería más agradable una tempestad, que al fin y al cabo cede de su furor.
Al oír el redoble del tambor, que indicaba que se iba a romper el fuego de taconazos y brincos en el primer vals, todos aquellos corazoncitos que se ocultaban bajo las cotillas y corsés comenzaron a saltar con más o menos precipitación, y si aquellos pechos se hubieran vuelto transparentes en aquel instante, cualquiera hubiera creído estar viendo los martinetes de un piano que suben y bajan con velocidad; pudiendo muy bien compararse a los bajos o graves, que suben rara vez, los corazones de las señoras mayores que allí estaban. Esto no quiere decir que a algunas señoras de edad no les palpite también el cucharón cuando oyen el redoblante... No por ellas... por sus hijas: el pavo que come la hija se le indigesta a la madre; (2) el pecado que comete una muchacha con ser fea, o con no tener oreja para el baile, se extiende a la madre y su castigo recae sobre ella. Esta no es injusticia de la sociedad, sino de la naturaleza.
Comenzaron, pues, los corazones a bailar capuchinada y valenciana y polka, como los títeres de octava, y los cachacos a atravesarse, a darse encontrones, a ponerse los guantes, a levantarse el pelo que les cae por las narices a echar carreritas menuditas. —Señorita, ¿tiene usted pareja? —Señorita, ¿tendrá usted la bondad de bailar este vals conmigo? —Señorita, ¿está usted citada? —Señorita, ¿está usted comprometida? —Señorita, ¿se acuerda usted de su promesa? —Señorita, si usted me hiciera el favor... —Señorita, si usted tuviera la bondad... Este es el momento solemne, la crisis, que tal vez decida de la suerte de una joven en todo el resto de la noche; porque es muy raro que la que se queda sentada en la primera pieza no coma pavo hasta el fin, si es que tiene paciencia para aguardarse a ver el fin. Este es el momento de las sonrisas, de las miradas cambiadas, de los ojos abiertos, de los pescuezos estirados, de los colores idos y venidos, de los sustos, de las congojas, de las tribulaciones, de los temores, de las esperanzas; porque este redoble y este registro por mí bemol producen el mismo efecto que la llamada de cazadores y el toque de atención cuando el enemigo está enfrente y se va a entrar en batalla. Razón tienen las mujeres cuando dicen que nosotros los hombres no sabemos lo que es ser mujer, ni tenemos idea de lo que ellas sufren y padecen. Razón le sobra cuando dicen que la mujer es más infeliz que el hombre, y arman sobre esto disputas y peloteras y escándalos, y hacen gavilla contra un pobre que tuvo la imprudencia de aventurar la contraria opinión, y le manotean, y hasta le citan libros. La razón les arrastra cuando dicen que darían cuanto poseen en este mundo por tener calzones (con trabillas, se entiende), y por montar cuando les diese la gana, y bailar, y salir de noche y entrar a los cafés, y al teatro, y visitar, y quién sabe cuántas cosas más. Sí, señor; pero dejémoslas a ellas con su esclavitud y sus faldas, y quedémonos nosotros con nuestros calzones y nuestra libertad; cada uno como Dios lo hizo; y vamos a sacar pareja que ya se enfría el vals y se cansan los músicos.
1. Desabillé, del francés déshabillé, significa estar en ropas interiores.
2. Comer pavo significa quedarse sentado sin que lo saquen a bailar en una fiesta.
Yo, que siempre me quedo a los rezagos, por moderación o por simpleza, como lo dirían otros, me acerqué a una joven de veintisiete que se había quedado recostada sobre el brazo de un sofá, haciendo lámina, y la apostrofé en los términos acostumbrados; aceptó, se puso en pie, y comenzó a dar vueltas conmigo de un modo no muy desagradable. Se conoce (dije para mí, que a ella no se lo hubiera dicho), se conoce que está pertenece a la generación que declina, y que se ha criado con el vals del país y educado con la capuchinada; si fuera alguna saltona de quince, seguro está que se conformaría con bailar despacio, como nosotros los del tiempo de Colombia. (3) El vals duró diez minutos... ¡qué diez minutos! ¡Dios mío! diez siglos de purgatorio (confianza en Dios), nos van a valer a todos los que bailamos aquel anárquico valse. Una pareja tumbaba cuanto encontraba por delante; otra tiraba coces como los muletos cuando salen del corral, y al infeliz que cogían con el tacón le dejaban un cardenal más grande y más colorado que el cardenal Lambruschini; otra se llevaba de un resbalón media sala y seis muchachos; porque en medio de aquel tumulto había cuatro o cinco parejas de arte menor, que servían como de cuñas en los huecos que dejaban los grandes, o como el cascajo en los empedrados, y que brincaban como quienes eran. Aquí que no peco, decían estas abreviaturas o apoyaturas humanas, estos pedazos de gente que deberían estar durmiendo en vez de estar bailando, y brinca que brinca, que no había más que ver; y aunque las patitas de estos danzantes microscópicos no fuesen tan grandes ni pesadas como las de cualquier animal que baila, no dejaban por eso de hacer todo el daño que podían, lo mismo que los coditos que nos andaban hurgando a todos por las corvas, pues se ponían la mano en la cintura. ¡Que bailen los muchachos entre los viejos!, decía yo; ¡pero qué tiene de extraño, si esos viejos se vuelven muchachos!, ¡si brincan como potros!, ¡¡¡si bailan capuchinada!!! En los bailes distinguidos, decía yo, en los bailes de buena sociedad está proscrito ese resbalón indecente y de mal gusto, y una señorita bien educada no baila ya de esa manera. (4)
En fin, se acabó el vals. Un rumor general se extendió por la sala, proveniente de las galanterías, agradecimientos y contestaciones de las respectivas parejas. Cuál era el hombre más feliz, cuál había pasado el rato más agradable de su vida, cuál esperaba tener el gusto de volver a bailar con la que conducía a su asiento; en seguida los hombres se reunían en corro en el centro de la sala, como los soldados para hacer el rancho en campaña, más animados, más decidores, más espirituales; mientras que las señoritas volvían a reunirse y apiñarse en los sofás como las ovejas, que buscan siempre a las de su especie. En estos bailes no sucede como en los de buen tono, en que los jóvenes, finos, galantes y bien educados como son, se acercan a las señoritas, se sientan junto a ellas, conversan de cosas indiferentes, en voz alta o inteligible, las llevan de brazo de un lado a otro, las ofrecen lo que pueden necesitar; y ellas los reciben con afabilidad, con semblante risueño, pero sin coquetería; responden a sus preguntas, hablan con ellos amistosamente, y nadie condena semejante conducta, como que ella es inocente. Pero en estos bailes, no, señor: se va por bailar, y nada más que por bailar, por conversar en el baile, por el placer brutal de brincar, estropearse la figura y entrar en calor; no se va a buscar los placeres de la sociedad, los goces de la civilización; se va a beber brandy, se va a ostentar una educación poco culta y poco esmerada y a hacer alarde de una ordinariez inaguantable.
En este primer entreacto tuve ocasión de examinar despacio las varias figuras masculinas que se presentaban en aquella farsa, así como en los entreactos del teatro se pone uno a mirar las fantásticas figuras del telón, después que ya sabe de memoria las de los palcos. La mayor parte de aquellos sacerdotes de Terpsícore eran jóvenes imberbes, que no pasaban de los veinte, y viejos que por sus modales y su figura a cualquiera hacían creer que también eran jóvenes, siendo así que pasaban de los cuarenta, que muchos de ellos eran casados, y que algunos tenían hijas que estaban bailando.
Nuevo motivo para adherirse a la opinión de las mujeres acerca de su infelicidad.
Los vestidos que llevaban eran tan variados y caprichosos como sus dueños. La mayor parte iban de frac negro o azul, pero no faltaban algunos verdes, morados, etc.; y tampoco faltaba una u otra levita y uno u otro paletot (5) que también bailaban contradanza. Uno llevaba chaleco blanco, otro lo llevaba negro, otro colorado, otro verde, otro de cien colores; éste de seda, aquél de lana, el de acá de marsella, el de allá de terciopelo; cuál recto, cuál de solapa, cuál a la Luis xv. Otro tanto sucedía en el ramo de corbatas. Los guantes eran un assortiment complet; veíanse blancos (aunque pocos), amarillos, acanelados, ¡¡negros!! Sí, señor, guantes negros en un baile… en donde hay trajes blancos, encajes y cintas delicadas que se manchan; en cuanto a la calidad, veíanse también de moutton, de ante, de hilo de Escocia, de lana, de seda, etc. Qué calzado llevaban, no hay que preguntar: bota fuerte, por supuesto, la mayor parte sin barnizar, y con unos tacones que más parecían zuecos.
3. Es decir, de la Gran Colombia (1819-1831). Cuando Caicedo Rojas escribió este texto, el país se llamaba República de la Nueva Granada.
4. La “capuchinada”, recuerda Cordovez Moure en sus Reminiscencias de Santafé y Bogotá, “convertía a los danzantes en verdaderos energúmenos o poseídos con toda extravagancia y zapateo”.
5. Sobretodo, en francés.
El segundo acto fue de contradanza. Después del redoble de ordenanza, que es, como si dijéramos, el primer pito, comenzaron a tocar La puñalada, y puedo asegurar que me cosieron a puñaladas aquellos malditos clarinetes y aquella infernal trompa, que estaba a medio punto más alta, y aquel flautín que era un término medio entre los clarinetes y la trompa; en cuanto al redoblante lo único que puedo decir es que, aunque yo jamás he padecido tucutuco, ni lo permita Dios, aquella noche supe lo que era tal enfermedad, pues parecía que tenía en el estómago una fábrica de tejidos, o un molino de agua. (6)
Al rrrrrrrrrrrrr del tambor los soldados que estaban descansando corrieron a formarse y alinearse en la mitad de la sala; pero es el caso que todos querían ser los primeros y estar a la cabeza de la compañía; y para conseguirlo, atropellaban cuanto encontraban por delante, pisaban, codeaban y alegaban por su puesto como pudieran hacerlo en el patio de un colegio. —Yo estaba aquí. —No, señor, que era yo. —Que Fernando me seguía. —Yo estaba arriba de Fernando. —Yo era segunda pareja. —Yo era tercera. —No, señor, que era yo. —No hay tal, que a mí me había cedido el puesto García… A todo esto, en la cabeza se había armado otra disputa entre un joven que en todos los bailes quería poner todas las contradanzas, y la echaba de un bailarín consumado, así como de espadachín temible; y un casado que tenía pretensiones de soltero y se creía un Adonis, y a todo trance quería poner la primera contradanza con Julia, y lucirse haciendo mil piruetas con los pies. Estas disputas ocasionaron gritos, palabras descompuestas, amenazas, y por último un desafío para después de la contradanza. ¡Bravo!, dije yo; el código de los bailes de Bogotá es el código más liberal, porque cada uno hace en ellos lo que le da la gana. (7) Por fortuna yo me disponía a ver los toros desde lejos, pues, aunque me había acercado a una niña de traje acanelado, para citarla, creyendo que no tenía pareja, me contestó ella con mucho desenfado: “voy a bailar con mi primo Antoñito”. ¡Hola!, exclamé para mis adentros, ¡conque esta baila con sus primos!, ¡y bailará con sus hermanos!, por supuesto. ¡Qué tiene esto de extraño! ¿No conozco yo maridos que bailan con sus mujeres, hijas que bailan con sus padres? Don Atanasio nunca baila sino con su querida mitad, como él dice; don Frutos no baila sino con sus dos chicas. En fin, me resigné a comer pavo porque ya otras jóvenes a quienes me había dirigido me habían dicho: “tengo pareja hasta para la sexta contradanza”. —“Y, ¿para los valses?”, —“Tengo hasta para el octavo”.
Muy bien. Me senté junto a una mamá, a quien todos venían a preguntar: ¿por qué no baila usted?... ¡Infeliz mujer! ¡Qué había de responder!... Porque no me sacan o porque soy vieja… Los que hacen semejantes preguntas son bárbaros que no saben lo que hacen; a una mujer jamás se le pregunta por qué no baila; se la saca a bailar.
Me instalé, pues, junto a mi mamá (es decir, no era mía), y tijeretazo por allí, tijeretazo por allá, nos dimos forma de pasar el rato, departiendo en sabrosa plática, haciendo un corte de mangas a cada prójimo que pasaba por delante de nosotros. ¡Qué lengua tan brava, Virgen Santísima!, yo mismo tenía miedo de aquella mamá, que donde la clavaba sin hueso levantaba ampolla.
Al cabo de una hora mortal y un cuarto, concluyó la dichosa contradanza, verdadera contra danza que, contra todas las reglas del buen gusto, se componía de figuras tan atravesadas y difíciles que a la segunda vuelta ya todas las señoras estaban despeinadas, los broches reventados, las jaretas flojas; a una se le torcía un brazo, a la otra se le caía una peineta, a otra se le enredaban los rizos con los botones de las casacas, a otra le zafaban el zapato con los tacones. ¡Cuándo se bailarán contradanzas sencillas y elegantes!, decía yo… ¡Cuándo dejarán de obligar a una joven a que pase su linda cara por debajo del sobaco de un hombre, y que éste se vea precisado a tocar cosas que no debiera tocar!
Después del segundo intermedio vino la primera copa, y enseguida otras dos, y acto continuo otra docena; todo esto en la bodega, como llaman el comedor los cachacos, o el lugar donde está el brandy. No hay lugar más delicioso en estos casos que el comedor; allí son los brindis, por allí se atraviesan las niñas de la casa con sus amigas, por allí andan las criadas propias y las ajenas; allí se explayan los ánimos, se escita el numen, se estrechan las amistades, se luce el ingenio.
Acto 3°. —polka por alto, polka por bajo, polka de perfil, polka en escorzo, polka en perspectiva, polka en relieve, polka de bulto, polka romántica, polka clásica, polka de Paquita, polka neblina… El lector perdonará o, más bien, agradecerá que no le hable más de polka.
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Intérprete: Manuela Osorno. Ingeniería de grabación y mezcla: Noelia Rego y Daniel Eduardo Rodríguez Castellanos.
6. Valiosa crítica de la música hecha por el autor (chelista aficionado, director de la Sociedad filarmónica): además de describir aspectos técnicos como la falta de afinación, nos detalla los instrumentos que podían encontrarse en un baile de clase media bogotana: flautín, clarinetes, trompa y redoblante. Este ensamble se parece mucho a los que acompañan las fiestas en los pueblos (clarinetes, pistón y pandereta), descritos por viajeros como Isaac Holton en diferentes regiones de la Nueva Granada.
7. Crítica al régimen político liberal de aquel entonces.